viernes, 23 de diciembre de 2016

No nací feminista; me hicisteis vosotros, cabrones. 1

1.- Con la autodefensa feminista, no se trata solo de aprender a dar patadas y puñetazos para defenderse, que también. Yo resaltaría tanto o mas, la importancia de haberse entrenado a reaccionar contra el bloqueo de nuestro propio miedo. Ese miedo que, ante una agresión y unido al factor sorpresa (hablo por experiencias propias) te impide hasta gritar. O gritas, pero no te sale la voz.
Ese miedo que nos inmoviliza, está en nuestra cabeza; no responde a ninguna superioridad física del agresor. Nos lo han grabado a fuego: no vayas sola, no camines por calles oscuras, coge un taxi y anota el número de licencia, llama cuando llegues...
A anular ese miedo también se aprende: Autodefensa Feminista. Y si aprendemos eso, tenemos una gran parte del trabajo hecho, porque la mayoría de los machistas son unos cobardes que se mueren de miedo ante una mujer sin miedo. (Y si, sigo hablando de experiencias propias: Tenías que haber visto como corrían...)
La primera vez que fui víctima de una agresión sexual, tenía unos 11 o 12 años. Fue un albañil, que anduvo un par de días por mi casa, haciendo una chapucilla. No me gustaba aquel viejo. No me gustaba como me miraba cuando hizo aquel inocente comentario sobre mis pantalones cortos. Apenas había tenido contacto con el. Tanto mis hermanas, de 6 y 8 años, como yo, debíamos estar en cualquier otro lugar de la casa donde no molestásemos al hombre que estaba trabajando por orden de mi madre y así lo hacíamos. No entrábamos en la cocina, que era donde el estaba sustituyendo los azulejos rotos, si no era imprescindible. Hasta que me llamó. Primero me preguntó por mi madre y le dije que había salido. El quería saber mas. O quería conversación, yo que se, pero me incomodaban sus preguntas ¿Cómo que a dónde? ¿A usted que mas le da? Pues a los recados, a sus cosas, yo que se... Entonces me preguntó por mi padre y le dije que estaba durmiendo. La mañana estaba ya bastante avanzada y se extrañó de que siguiese en la cama a esas horas. ¿Estás segura? Que si, que si, que yo no le he visto en toda la mañana, está la puerta del cuarto cerrada y la persiana bajada. Tiene que estar durmiendo. Empezaba a impacientarme con su interrogatorio y soy de esas personas a las que se les nota, sobretodo porque no nos molestamos en disimularlo. Entonces me pidió que le despertase, que necesitaba que mi padre le fuese a un recado ¡Que le despertase! ¿Yo despertar a mi padre? ¡Jamás! Fuese la hora que fuese, si mi padre dormía, en mi casa se respetaba el silencio, o al menos se intentaba, independientemente de que el motivo fuesen los madrugones de los turnos de la mina o las juergas hasta altas horas de la madrugada. Y ahora aquel hombre de mirada lasciva y cara arrugada, quería que yo despertase a mi padre y encima ¡para que le fuese a un recado! ¿Está ud loco? No, no, no... No sabe de quien estamos hablando. Si le despierto para eso me mata. Yo misma iré a por esos dos azulejos que le faltán al almacén. Pero insistió. Insistió tanto, que aunque el para mi fuese casi un extraño, desde su posición de adulto me hizo sentir que era una impertinencia no llamar a la puerta de mi padre como me pedía. Y lo hice. Llamé un par de veces y no contestó nadie. El estaba destrás de mi y se acercó mas. Llamé otra vez. Nada. Al pegar la oreja a la puerta se pegó también a mi espalda y abri. Y entré. Cuando por fin me di cuenta de que la habitación estaba vacía sentí una mezcla de sorpresa (no era normal que se hubiese ido sin levantar la persiana) y de alegría por poder ahorrarme la bronca de mi padre por interrumpir su descanso. Ante la ya evidente ausencia de mi padre, volví a ofrecerme para ir a por los azulejos. Pero de repente, ya no eran tan urgentes. Ponía escusas, me daba largas... Tuve que insistir, pero al final fui. Yo solo quería que acabase de una vez lo que había ido a hacer y desahacerme de su presencia en mi casa. El almacén estaba en la calle Quevedo, muy cerca. En pocos minutos estaba de vuelta con lo que se me había encargado y poco después, el albañil había terminado. Recuerdo, (lo digo de verdad, lo recuerdo) el alivio que sentí cuando le vi en el recibidor, delante de la puerta de la cocina. alegremente, (sonreía todo el rato, sonreía mucho) y me dijo que terminaba de recoger sus bártulos y se iba. ¡Muy bien, muy bien! Yo trataba de ser educada, ya que ninguno de mis padres estaban allí para despedirle. Supongo que yo también sonreía. (A mi me enseñaron a sonreir, como una buena chica. Pero ese es otro tema.) El había abierto la puerta del piso y había dejado parte de sus utensilios de trabajo en la escalera que subía a la buhardilla. Entró a por sus últimas pertenencias y me acerqué a la puerta para despedirle y cerrar. Y le ofrecí la mano. No se por qué lo hice. Supongo que imitaba a los adultos, al no estar ellos, cerrando un trato, en este caso uno ya cumplido. No lo se. Pero se que me culpé mucho por ello, durante mucho tiempo. Porque si yo no le hubiese expuesto mi mano, el no me la habría agarrado con fuerza y no me habría arrastrado sobre el. Y no me habría aplastado la cara con su cara, no habría tenido que sentir sus labios blandos sobre mis tiernos labios, ni su lengua babosa, invadiendo mi boca primero y mojando toda mi cara con el forcejeo también. Todo mi asco y mi rabia explotaron en un empujón. El cayó al suelo y yo cogí una de las herramientas que estaban en el escalón, no recuerdo cual, y le amenacé con ella. ¡Asqueroso! Le grité. Con las manos levantadas, bajó dos o tres escalones antes de que le arrojase la herramienta que estaba empuñando y echó a correr escaleras abajo. Y yo seguí tirándole herrameintas hasta que desapareciçó de mi vista. Después me asomé a la ventana, para asegurarme de que salía por el portal. Para comprobar que se iba de mi casa. Y a continuación, me puse a vomitar. Y a llorar. Vomitaba y lloraba. Las arcadas no cesaron cuando dejé de vomitar. El llanto tampoco. Mis hermanas, que ya habían entrado en escena al oir el ruido de las herramientas volando por la escalera y mis voces, se asustaron contagiadas, pero no entendían nada. Fueron a pedir ayuda.
Doña Gloria, una maestra de escuela ya jubilada que vivía en el bajo izquierda , estaba hablando con otra vecina en la pasarela cuando "el albañil salió huyendo como si le persiguiera el mismo diablo"-así se lo expresaría mas tarde a mi madre. Ambas seguían allí, cuando mis hermanas bajaron nerviosas, contando que algo había pasado con aquel hombre y me había puesto mala. Cuando mis padres volvieron, lo hicieron juntos y encontraron a sus tres hijas en casa de aquella buena vecina, a mi con una taza temblorosa de manzanilla, aunque algo ya algo mas tranquila.
El fin de mi ataque de nervios fue el principio de la furia de mi padre. Una tempestad que no hizo mas que empeorar cuando el empleado del seguro de la casa que le cogió el teléfono, se negó a identificar al albañil que habían envíado a nuestra casa. Aquel inconsciente no sabía lo que hacía si creyó que zanjaba el asunto cuando colgó. Fuimos a la oficina del seguro. Mi padre se empeñó en que fuese con ellos a pesar de las quejas de mi madre. Supongo que fuimos en coche. pero por como lo recuerdo, podría contaros que nos teletransportamos; o que fuimos corriendo por el aire, que se había vuelto dento y espeso.
En la oficina, el empleado se resistió a darnos la información, incluso después de conocer lo sucedido. El motivo de empecinarse en su silencio era que no habían contratado a ese hombre legalmente. El albañil llevaba años jubilado, y le pagaban en B por algún chollo. Pero salimos de allí con lo que habíamos ido a buscar, por supuesto. Y mi padre se tomó la justicia por su mano. Se presentó en casa de aquel hombre, que resultó que estaba casado y vivía con su mujer en nuestro barrio, tres o cuatro calles mas abajo.
El final de la historia os la cuento de oídas. Yo no estaba presente. Se que mi padre fue solo y llamó al timbre. Bueno, solo del todo no, acompañado por un palo que se aferró a su mano derecha como si fuese un bate. Contestaron y por el telefonillo le pidió que bajase. Y bajó.
Mi padre tuvo un arresto domiciliario por aquello. Creo que de una semana, pero no estoy segura de si fue algo más. No fue por la paliza que le pegó a él, sino por el palazo que le dio a su mujer, que al oír el jaleo en el portal bajó y se metió en medio haciendo de escudo humano a su marido; del golpe le rompió un brazo. Otro de los batazos había roto un cristal. La policía ya estaría de camino alertada por los vecinos. No sería la última detención de mi padre, pero si la única por la que me sentí orgullosa de él. A juicio de algunos, puede no verse bien eso de tomarse la justicia por su mano. Y yo no pretendo hacer apología de ello, ni mucho menos. Pero lo que si puedo decir, es que aquella no sería la única agresión sexual que sufriría en mi vida, pero si la única en la que sentí que se había hecho un poco de justicia.

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